LEGADO ÁRABE-ISLÁMICO – IMPERIO OTOMANO

El legado árabe-islámico en la época dorada del Imperio Otomano

 Francisco Trejo Campos*

Cuando se habla de la época dorada del imperio otomano (de los siglos XIV al XVII), se suele hacer referencia a sus proezas militares, su majestuosidad arquitectónica y al suntuoso ambiente cortesano donde convivían la familia gobernante con la élite militar y administrativa, es decir, conversos provenientes de los Balcanes y el Cáucaso. Si bien es cierto que los líderes otomanos tuvieron su origen en tribus turcas provenientes de Asia Central, con la expansión del imperio al Levante, Egipto y la península arábiga en el siglo XVI, estos adoptaron un marco legal y religioso predominantemente islámico que constituyó un pilar de la legitimidad de la clase gobernante, sirvió como un elemento de cohesión en las diversas provincias y determinó la configuración de la sociedad otomana durante más de cuatro siglos.

Desde el período de expansión a toda la península de Anatolia y los Balcanes en los siglos XIV y XV, la dinastía otomana impulsó de manera activa la fundación de madrazas en el territorio conquistado para formar ulemas, muftíes y jueces que eran esenciales para el establecimiento y funcionamiento del aparato estatal y del sistema jurídico islámico. Es importante señalar que Osmán I, fundador del imperio otomano, fue un jefe militar vasallo de los selyúcidas, una dinastía turca que adoptó el islam (variante sunita), conquistó territorios desde Asia Central hasta la parte oriental de Anatolia y fungió como protectora del califato abasí (750 –1258) durante dos siglos. Dado que los otomanos, impulsores del islam sunita, no podían ostentarse como descendientes de la familia del profeta Muhammad, adoptaron la Sharia (ley islámica) para legitimarse y promover la centralización del imperio bajo la figura del sultán. En este período, los miembros líderes de la corte imperial (Divani Humayün), incluyendo el gran visir, el juez militar y el calígrafo principal eran egresados de las madrazas de la península de Anatolia. Además, los ulemas (eruditos) de estas madrazas visitaban los centros islámicos más prominentes como El Cairo o Bagdad, para instruirse sobre relatos de Muhammad (hadices), las enseñanzas de las cuatro escuelas del islam suní, el kalam (teología), jurisprudencia, así como matemáticas, geometría, astronomía, medicina y lógica.  Por ello, puede afirmarse que la élite otomana durante los primeros dos siglos del imperio tuvo una formación islámica tradicional.

A raíz de la fundación de Estambul en 1452, los sultanes otomanos convirtieron a esta ciudad en el principal centro administrativo, judicial y de conocimiento islámico del imperio y jerarquizaron el sistema jurídico islámico como un medio de control político y social. Mehmet II (1451 – 1481) fundó ocho madrazas en torno a su mezquita en Estambul, mientras que Solimán I (1520 – 1566) estableció madrazas cuyo rango era igual al de las de Mehmet II. Pese a que en este período la burocracia esclava predominó en la corte imperial, los ulemas estaban representados en el palacio por el juez militar (kadiasker) y los más prominentes llegaron a ser cercanos a los sultanes. A diferencia de otros imperios islámicos, los gobernantes otomanos emitieron edictos imperiales en los cuales se indicaban los programas de carrera judicial, así como los textos requeridos para cada grado cursado en las madrazas. De manera complementaria, los sultanes emitían ordenanzas (kanun) que regulaban asuntos fiscales, administrativos, financieros y penales, las cuales dividían a la sociedad entre los askeri (élite que no pagaba impuestos) y los reaya (pueblo que pagaba impuestos). Además, se estableció una jerarquía religiosa en cuya cima se encontraba el Shaykh Al-Islam, o gran muftí, encargado de supervisar la administración religiosa del imperio; posteriormente, se hallaban los grandes ulemas que se especializaban en distintas áreas de administración, los ulemas que dirigían las mezquitas principales del imperio, y posteriormente los jueces (cadis) de las provincias y ciudades. La relevancia del gran muftí residía en su facultad de emitir fatwas como respuesta a cuestiones legales que pudiesen plantear desde el sultán hasta cualquier súbdito, y las cuales servían como precedente legal para jueces de distintos órdenes. En algunos casos, hubo conflictos entre sultanes y grandes muftíes, porque estos se rehusaban a formular fatwas para legitimar medidas que desde su perspectiva atentaban contra el islam. Dado que los jueces locales poseían un estatus privilegiado en la vida cotidiana del imperio otomano, su formación y carrera profesional, regidos por las ordenanzas e instrucciones del sultán (incluyendo derecho secular o kanun), los convertían en agentes estatales que velaban por los intereses de la corte imperial y por preservar el orden social. Por otro lado, en las provincias árabes, la relevancia de los ulemas locales duró más de cuatro siglos, porque pertenecían a familias de antiguo linaje cuya lengua y tradición cultural se remontaba mucho más allá de la llegada de los otomanos. En suma, se puede aseverar que los jueces y los ulemas cumplían dos funciones principales, salvaguardar los intereses imperiales en todas las provincias y preservar la tradición islámica incluso frente a abusos de los soberanos.   

Un aspecto relevante en la sociedad otomana, legado de los imperios omeya y abasí, fue el sistema de mijos (millet) que designaba a las comunidades de cristianos y judíos, las cuales gozaban de autonomía jurídica, administrativa y fiscal a cambio de un pago fijo, por parte de los líderes religiosos (miembros de la élite otomana), la preservación del orden y su subordinación al sultán. Es importante señalar que los gobernantes otomanos consideraban a cristianos y judíos como dhimmi, es decir pueblos con religión y civilización, pero con un mensaje incompleto de Dios, por lo que eran considerados inferiores a los musulmanes. Por ello, los procesos civiles y penales entre musulmanes y no-musulmanes eran llevados por jueces musulmanes. El objetivo principal de este sistema era mantener separados a los súbditos de otras religiones y de esta manera evitar conflictos religiosos o levantamientos en contra del sultán o sus representantes políticos.

Lo anterior demuestra que las principales bases de legitimidad del imperio otomano en su época de expansión fueron predominantemente islámicas, pese a que su población era multiétnica y se extendía a los Balcanes, el norte de África y Medio Oriente. La dinastía otomana utilizó elementos turcos en los aspectos administrativo y militar, a la vez que fortaleció aspectos árabe-islámicos en los ámbitos jurídico y religioso. Por ello, es válido afirmar que el imperio otomano encontró en la tradición islámica un elemento de cohesión para garantizar el orden social en el período de mayor florecimiento. Las reformas adoptadas a partir del siglo XVIII modificaron de manera sustancial las bases de la sociedad otomana, reconfigurando la identidad de los árabes y musulmanes de Medio Oriente, y sembrando las bases de los movimientos nacionalistas de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX.

*Francisco Trejo Campos: maestro en Asuntos Internacionales por el Graduate Institute of International and Development Studies de Ginebra. Licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México (COLMEX). Ha laborado en la Dirección General de Relaciones Internacionales del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. En la Secretaría de Relaciones Exteriores. En la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. En en la Unión Parlamentaria en Ginebra. Habla fluidamente ocho idiomas, incluyendo el árabe estándar y su variante egipcia.

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Imagen: LVÁ-Pixabay

 La Voz del Árabe (LVÁ) – MUNDO ÁRABE – Cd. de México, enero 28 del 2019

 

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