DURMIENDO ENTRE NUBES
– Finalmente, experimenté en mi propia carne, que entre la vida y la muerte hay un pequeño paso que se cruza en un instante, y en un momento menos esperado. Experimenté que todos somos iguales, merecedores de respeto y consideración…
Bachir Edkhil*
Saqué el inhalador de mi bolsillo, pensando que temiera que me fuera la vida en ello. Me permitía sentirlo en el bolsillo de mi pantalón ajustado, y debajo de un viejo abrigo, que vestía como la prenda más valorada, que creía capaz de protegerme del temido, inevitable y grave resfriado. Para mí, los resfriados siempre son el inicio de una cadena de desgracias. Me resultaban tan extraños cuando no los tenía, que me resultaban normales cuando los tenía. Se convirtieron en amigos muy distintos, pero están siempre allí, a la vuelta de la primera esquina. Los conocía ya, y dominaba sus trucos y resultados finales. A lo largo de mi pobre existencia, nunca supe cómo evitarlos. Y cada vez que reflexiono en ellos, me acuerdo de mi inseparable inhalador, lo consideraba como un seguro de vida, un salvador, pero esta vez me falló el muy condenado.
A medida que percibía cómo se aceleraba mi respiración entrecortada, pensaba en mi divino frasco, que me acompañaba en todo momento. No pudo tranquilizarme si no lo percibía pegada a mí, como si fuera una parte de mi cuerpo. En un instante dudaba si sacarlo o no, como si percibiera que quizás me frustrara. Intuía que podría estar vacío, y no me atrevía a confirmarlo, mejor me mantenía en la ignorancia, y suponía que así me sería útil en el futuro. No obstante, acariciaba el frasco como si acabara de descubrirlo en ese momento, como si fuera una reliquia única, y mis dedos nerviosos acariciaban una y otra vez el pequeño frasco de color azul. En este sentido, intentaba amenguar mis ansias que van en aumento, y engañar el temor, ya a borde del colapso, que dominaba mi mente por el posible fatal desenlace, la inevitable crisis que se avecina, notaba los silbidos de mis pulmones que se convulsionaban para ganar un poquito de oxígeno. Pensaba que aún me quedaba tiempo para superar esa crisis, me mentía a mí mismo, y me decía que mi crisis asmática tardará mucho más tiempo en desencadenarse, y al mismo momento, me surgía un fuerte deseo de regresar a mi tierra y abrazar a mis hijos y familia. Reflexionaba en eso. Era la última intención que tenía. En aquel momento, todo lo demás me importaba un bledo.
El avión, en el que yo viajaba ese día inolvidable de septiembre, estaba a punto de aterrizar en el aeropuerto John F. Kennedy en Nueva York. Las azafatas transitaban entre las filas de los asientos, y daban instrucciones habituales a los pasajeros medio dormidos, visiblemente fatigados por el larguísimo viaje, que va de un borde del charco a otro. Muchas horas y un gran fastidio, especialmente para un beduino acostumbrado a largas caminatas y campos abiertos. Tengo que reconocer que estar encerrado en ese bote volante me provocaba claustrofobia.
Ya en tierra norteamericana, me impactó un frío aterrador. Parecían cuchillas afiladas, dardos certeros e imparables, que se dirigían furiosos a mis bronquios. Estos, carcomidos por las duras vidas pasadas, sin ser vida; por los efectos de la nicotina de todo tipo, de tabacos baratos, por el inevitable polvo del desierto, y por la polución moderna del medio donde vivía. Sin olvidar infectos esputos de siglos, incrustados en las paredes de mi maquinaria interna, que ya dejó de ser, sin olvidar vestigios dolorosos de los años sufridos en los zulos de la Hamada de Tinduf.
Nos encaminaron a un hotel, un rascacielos que competía con las nubes. Y a la entrada, me impactó el calor de las calefacciones que estaban encendidas al límite. Entre el inmenso frío de la calle y el calor de dentro del edificio, noté el choque de las dos temperaturas extremas en mi cuerpo cansino, que no presagiaban nada bueno para mi asma, y acaricié inconscientemente mi inhalador. Esas caricias íntimas se han convertido, por sí solas, en un remedio descrito por mi médico subconsciente, o quizás, en tener otras cosas que me ayuden a aliviarme de cosas peores.
Una vez hechas las formalidades, repetidas en todos los hoteles del mundo, y una vez acomodado en mi habitación, con el número trescientos y pico, por suerte, me tocó, una casi cerca de Júpiter, situada en los pisos más altos del grandioso edificio. El número de piso lo olvidé por decencia, pero recordaba que era de tres dígitos.
Me consideraba un beduino afortunado, instalado en uno de los hoteles más impresionantes del mundo, en el país más poderoso del mundo, y por vecinas las estrellas del universo; por curiosidad humana, heredada de Adán y Eva, y a pesar de la fatiga acumulada, y, después de pensarlo varias veces, olvidando por un momento que me asustan las alturas, y a pesar de que me moriría de miedo, me atreví a mirar abajo desde el alféizar de la ventana. Mi sorpresa ha sido enorme e infinita por mi osadía de intentar medir la tan larga distancia entre mi vista y el suelo de las inmensas calles, que parecían ríos grandes en movimiento, como serpientes gigantes, atiborradas de gentes, y coches con luces encendidas y semáforos y placas de anuncios de todo tipo. Veía un maremágnum en movimiento hacia todas partes, parecía una enorme feria, sin igual, de todo. Por un instante imaginé mi enorme desierto rebalsado de gente, coches, luces, ruidos de todos los decibelios, etc. ¡Qué horror!
Aquello no impidió que olvidara el creciente resoplido de mis pulmones, que va en aumento, lo cual me aseguraba que ese resoplido de mis fatigados pulmones y ese cosquilleo característico en mis pulmones no podían ser sino un anticipo de un ataque de asma grave desatado tantas veces a lo largo de mi vida. No obstante, ocultaba mi inquietud, como si no ocurriera nada que podría alcanzar la gravedad requerida, o impidiera que descansara, ya que entre una cosa y otra ya habían transcurrido las dos de la madrugada. Me estaba mintiendo a mí mismo, me estaba engañando, pero no quería sentir miedo. Eso sería fatal.
Me acurruqué como un ovillo en mi cama, durante un instante, pero no pude acomodarme, ya sentía ahogo, entonces puse una almohada grande debajo mi pecho y cabeza, como si dormiría sentado, pensando que con eso pudiera respirar mejor. Al no obtener ninguna mejora, recurrí a mi inhalador. Inhalé la primera calada, insatisfecho, seguí inhalando la segunda, tercera, cuarta, me aseguré, para mi frustración y desesperación (irremediable), que el frasco y ya no daba para más. Estaba vacío. Lo sacudí varias veces, como si, por arte de magia, volviera a darme un poco de oxígeno aliviador, pero siguió empeñado en su parquedad.
Tantas caricias y mimos no me compensaron, ya que eran en vano. Mi remedio ya venía acabado en el avión, y no me había dado cuenta. No hay nada más doloroso que sentir impotencia. En ese momento me encontraba perdido. Atorado.
Dado la grave situación, me armé de paciencia, y creí que podría seguir adelante, quizás pudiera encontrar una salida que salvara mi vida; me dije que tengo que intentar aguantar hasta que amanezca, y pudiera pedir medicamentos, ya que tenía entendida que los norteamericanos no despachaban medicamentos sin recetas médicas. Ateniéndome a esa información, me dije para sí mismo: voy a esperar, mejor, estar en el banco de la paciencia todo lo que pueda, hasta que el hotel volviera a la vida normal. En ese caso, solicitaría mis medicamentos a la recepción o, por lo menos, me gustaría que me ayudaran a resolver el problema.
Sin embargo, el progreso de la crisis no me concedía tanto tiempo, casi no me permitía mover. Me había desatado la crisis de asma con mucha fuerza, y mis bronquios ya no respiraban, sino que se atascaban impotentes ante la falta de oxígeno, sentía también que el impulso de mi corazón se aceleraba cada vez más deprisa. Me encontraba en medio de una crisis en un país extranjero, en medio de la noche, sin ninguna posibilidad de ayuda por parte de algún familiar o amigo, a pesar de que llegaba conmigo una delegación de personalidades, que cada una, en su momento, se refugió en su habitación, sin decir buenas noches. O sea, estaba muy solo.
Mi situación sanitaria era inquietante, y me requería algún médico por la pérdida de fuerzas. Me estaba sofocando cada vez más. Por lo tanto, intentaba no meterme miedo, monologaba conmigo mismo, como recurso psicológico, de autoengaño para sentir pavor o desespero que podría acelerar mi muerte. Lo único que me quedaba era mi conciencia, y la voluntad de seguir viviendo. No quería morir en ese lujoso hotel, en una opulencia temporal, lejos de mi mundo y de mi familia. Advertía que las apneas se aceleraban, y perdía la capacidad de movimiento, cada vez más. Me arrastré hasta el teléfono, situado en el rincón de mi cama, y marqué con dificultad evidente el número de la recepción. Por suerte me contestó el recepcionista con amabilidad manifiesta en su voz, que en ese momento de angustia me parecía una voz divina, le balbuceé con voz apenas audible que necesitaba una ambulancia urgente. El recepcionista senegalés me contestó en francés, que en ese momento me alegraba el alma, con un maravilloso: ¡Oh, Monsieur, tout de suite!
Después de eso, me arrastraré literalmente fuera de la habitación para encontrar el ascensor, porque ya no podía ponerme de pie, procuraba ahorrar el poco oxígeno que me quedaba, y me acordé de repente y sin conocer el motivo en ese mismo momento, de una película, a la que me había invitado una amiga española, en Barcelona, años atrás.
El filme trataba la historia de una chica asmática que estuvo al borde de una muerte segura por una crisis asmática. Estaba atrapada sola en casa, sufrió un ataque de asma grave, y no podía lograr ayuda de ningún tipo, entonces perdía todo su oxígeno, debido a la crisis asmática, que le anclaba en el suelo sin movimientos, al borde de la muerte. En sus labios pequeños asomaban tonos casi verdosos o azules oscuros. A pesar de ello, la joven se negaba a morir esforzándose por levantarse del suelo donde había caído, y se quedó de bruces.
Convulsionaba. Apenas, lograba pequeñas sacudidas como escozores últimos de vida, que hacían pensar como si estuviera en el trance final de su vida, pareciéndose a un animal que exhalaba el último suspiro, acometía el último movimiento. La paciente resistía heroicamente. No se dejaba vencer. Las ansias del vivir lo podrían todo. No, reflexionaba, no moriría de ese modo tan injusto e idiota. No se rendía.
Afortunadamente, para la niña, su madre llegó con un profundo sentimiento de tristeza. Ella es consciente de la gravedad de la situación de su hija, y sin tener idea de cómo ni de dónde obtuvo tanta fortaleza, la abrazó rápidamente y la llevó al coche que aún estaba estacionado frente a la puerta de la casa. (Lo que puede el amor paternal es impresionante.) La niña ya casi agonizaba. Pero al ver a su madre, parecía que recobraba más esperanza, que lo manifestaba con el brillo casi imperceptible de sus pequeños ojos, anegados con lágrimas calientes que rodaban sobre sus mejillas, testimonio de su indecible sufrimiento, pero también de su alegría por ver a su madre, y sus ojos brillaron aún más. Los cerró, abandonándose completamente a la merced de la madre, especialmente al sentir el bendecido cuerpo de su madre, que la exportaba al interior del edificio. Por último, pierde conciencia, y se pierde en un sopor infinito.
Pasado un tiempo que ella misma no pudo valorar la joven abrió sus ojos, lo primero que vislumbró fue la sonrisa radiante de su madre, que estaba pacientemente sentada al lado de su cama, y le agarraba, con cariño, una de sus manos, como si le insuflaba todo el amor del mundo que solo una madre podría ofrecer desinteresadamente. En ese momento se puso feliz, colmada por la alegría de la vuelta a la vida, gracias a su determinación y al salvamento de su madre en el último momento. De repente, sin preámbulos, rompió a llorar a lágrima viva, recordando lo que le había pasado un tiempo atrás, no muy lejanos, al yacer sola, indefensa, en una casa, incapacitada para respirar, y lo único que pedía era un poquito de oxígeno, que lo valía todo. Abrazó a su madre con ternura y con ello le expresó todo lo que sentía en ese momento. Gratitud eterna.
Ese recuerdo macabro de una chica, que se estaba muriendo por una crisis grave de asma, me surgió en esos instantes, no sé por qué, podría ser quizás el vestigio de alguna reminiscencia de algo que me había impactado, o impresionado sobremanera en el pasado.
El recuerdo de la pequeña asmática me alejó, durante unos instantes, de mi propia situación, que ya no era nada halagüeña. Todos esos recuerdos dolorosos ocurrieron con rapidez, como si fueran una especie de relámpago de cosas confusas, pero a veces con imágenes nítidas. Era como si me estuviera convirtiendo en aquella niña, que casi fallece por un ataque de asma.
No pude evitar comparar mi situación precaria en ese momento, con la de aquella niña, que me pareció que estaba repitiendo los mismos actos, sufriendo los mismos dolores (de no poder respirar con normalidad); sin embargo, mi desventaja era mi soledad, en un país extranjero, y sin ningún recurso al que pudiera acudir. No sé por qué, quizás por instinto de sobrevivir, pero confiaba en ese hombre de la recepción que era desconocido para mí y ajeno, pero no me frustró al final.
Mientras tanto, ya estaba esforzándome por alcanzar al ascensor, asumiendo que tenía los minutos contados, y debía llegar en vida al ascensor. Llegué al elevador ya casi desmayado. Mi conciencia seguía lucida, aunque ya mi cuerpo no me respondía. Había gastado mis fuerzas últimas. Lo único que obedecía eran mis dedos, mientras que mis brazos se paralizaron, como si fuerzas mayores hubieran atenazado mis brazos, fuera de mi voluntad. Alcancé el botón de la apertura del ascensor, con un esfuerzo colosal, como si estuviera moviendo montañas. Y una vez dentro, a duras penas, apreté el botón y las puertas se cerraron, y empezó la bajada desde la cúspide, de esa montaña de hormigón y cristales hacia la recepción, y me quedé tumbado en el suelo, casi muerto, pero consciente. Apenas respiraba. Ya percibía el amago de una muerte segura. Solo era una cuestión de minutos.
El inteligente senegalés abrió la puerta del habitáculo y me descubrió casi inconsciente. Acto seguido, entró un eficiente médico, bonachón y rubio, en compañía de un enfermero, más delgado, y, pero no menos amable, me levantaron rápidamente y me acomodaron en una camilla para tales efectos, sonriendo para reconfortarme, y me llevaron con delicadeza, pero con esmero y rápido a la ambulancia que estaba cerrando las puertas delanteras del edificio. El médico me practicó el primer reconocimiento y me tomó la vena, veía cómo se ponía en marcha el suero en mi cuerpo casi muerto, a la vez que la ambulancia ya estaba de camino hacia la clínica.
Al llegar a la clínica, ya estaba casi recuperado, sin embargo, una vez cerca de las puertas del centro sanitario, me recibieron un numeroso grupo de médicos, hombres y mujeres, con semblantes de diferentes nacionalidades de origen, unidos por la ciudadanía norteamericana y por el deber humanitario. Me recibieron como si fuera un presidente o un famoso, con sus batas blancas y sus pertrechos de personal de salud, mientras que yo era un ciudadano extranjero, desconocido, y humilde, que mis propios compañeros de viaje ni se habían molestado en saber mi destino. Los vi tres días después, cuando salí del hospital.
Debo decir que en ese hospital nadie me inquirió acerca de mi afiliación tribal, ni de mis riquezas (que no poseo), ni del dinero para pagar la consulta, ni del pasaporte. Me trataron como a una persona necesitada. Allí nadie me pidió dinero para “el café”, ni me contó su vida, ni tampoco le importó mi piel ni mi raza. De esa experiencia aprendí que, en Occidente, por muchos errores que pueda cometer, salvan vidas protegiendo la dignidad humana, y para ello dejaron atrás todo tipo de clanes, tribus, sectas en beneficio de la ciudadanía y el imperio de la ley.
El trato que me dispensó generosamente el senegalés me clavó el amor eterno a la piel negra, el mismo sentimiento me provocaron el bondadoso médico y su ayudante blanco, y desde entonces empecé a amar a toda persona blanca. Con esto quiero decir, aunque nunca he sentido sentimientos racistas o de exclusión hacia nadie. La experiencia aprendida por ese percance, me ha reafirmado, mis convencimientos de siempre, que todas las personas merecen respeto y consideración. Por fortuna, hay personas buenas en todas partes del mundo.
Me salvaron personas desconocidas por mí, sin embargo, mi amor eterno por ellos lo llevo en mi corazón mientras viva, y lo dejaré como legado para mi descendencia. Un eterno agradecimiento a todos ellos, a todas las personas altruistas que velan por aliviar el dolor de los demás.
Volví a mi tierra después de haber acariciado la proximidad de la muerte, durmiendo casi entre las estrellas, por encima de las nubes. Desde entonces, he aprendido a mantener mi optimismo en constancia, a cultivar la alegría y el respeto hacia todo ser vivo, y también muerto, y a no viajar nunca con personas indiferentes, inhumanas, que no valoran la suerte del otro.
Finalmente, experimenté en mi propia carne, que entre la vida y la muerte hay un pequeño paso que se cruza en un instante, y en un momento menos esperado.
Experimenté que todos somos iguales, merecedores de respeto y consideración. La vida es muy frágil, muy corta, muy liviana y volátil, sus rosas florecen con cariño y respeto hacia toda la creación.
*Bachir Edkhil, hispanista de origen magrebí. Activista en pro del desarrollo sostenido y responsable de las bases de la pirámide donde los más afectados puedan participar en la solución de sus problemas inherentes al subdesarrollo y carencia de medios. Estudió Ciencias de la Educación, Estudios Hispanos y Ciencias Políticas. Colaboró en la formación y desarrollo de organizaciones sin ánimo de lucro en pro del respeto a la vida humana. Columnista en revistas marroquíes e hispano marroquíes. Participa en cursos y mesas redondas sobre el Sáhara, en España y países del mundo. Investigador sobre cuestiones saharauis y autor de artículos para prensa. Conferencista en radio y televisión. Organiza con la Universidad Mohamed V congresos académicos “Entre dos orillas” para fomentar diálogo entre pueblos y naciones del Sur. Comprometido en el desarrollo de una red de proyectos para la economía social en el saharaui para personas sin recursos. Es politólogo, experto en economía social y presidente de Alter Forum, la ONG líder en el Sahara. Es diplomático correspondiente de la Academia Española del Reino de España. Autor del libro Duna Desnuda y de Escribir sobre dunas (Sahara). Colaborador en La Voz del Árabe.
Imagen: LVÁ
La Voz del Árabe (LVÁ) – NOTICIAS – Cd. de México, mayo 8 del 2023
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